La Regla es, para decirlo de alguna manera, poco expresiva sobre la virtud de la castidad. Hace referencia a ella en el capítulo cuatro, dentro del llamado corpus ascético, base y fundamento de la espiritualidad benedictina, un compendio de máximas sin demasiado orden, que tienen como objetivo preparar los instrumentos para el arte de la lucha espiritual.
Allí el santo de Nursia se expresa con ciertca sobriedad diciendo «amar la castidad». Es sin embargo significativo el lugar que ocupa. Es la primera de diez preceptos (algunos negativos y otros positivos) que llaman al amor fraterno.
La castidad fue desde el primer momento, un elemento central en el monacato primitivo. El monje renunciaba al matrimonio desde el momento en que vestía el hábito. Esa renuncia era definitiva. Leyendo los textos monástico antiguos, notamos que la castidad era una de las preocupaciones máximas tanto de los anacoretas como de los cenobitas. Casiano, que tanta influencia tuvo en San Benito, decía que se trataba de un combate más largo que los demás y que no acababa hasta que se habían superado todos los vicios.
Ahora bien, no se debiera reducir a la virtud de la castidad al simple goce sexual. En realidad la castidad hace referencia a una virtud más general que modera todas las pasiones del cuerpo. Los antiguos hablaban de egcráteia, que en un sentido cristiano hacía referencia a la abstinencia de las cosas agradables practicada en orden a amortiguar el orgullo. Diádoco de Fotice la definía como la consumación de la renuncia, que mantenía libre al alma. Vemos entonces que por un lado la castidad tenía un componente corporal, que no se reducia a lo sexual, de hecho la mejor forma de combatirla era teniendo templanza en el comer y en el beber. Practicando el ayuno, el trabajo y la oración. Por el otro lado, la castidad estaba orientada a desarrollar las virtudes del espíritu, a alcanzar la humildad y la mansedumbre queridas por el Evangelio, y esto era orientado a purificar el amor fraternal hacia los otros.
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