domingo, 26 de abril de 2015

El Buen Pastor



Tratemos de entender la realidad escondida en estas imágenes.
Esta oveja no es en realidad una oveja y este pastor no es solo un pastor.
Son dos ejemplos que nos enseñan misterios escondidos.

Asterio de Amasea


El pastor que pastorea su rebaño era, en la civilización agrícola, una imagen de la armonía cósmica y de la felicidad. En el mundo griego-romano urbanizado, la vida de los pastores era idealizada hasta ser la imagen de la vida paradisíaca, de los difuntos del más allá. Numerosos sarcófagos paganos son decorados con escenas pastorales. 

También en la Biblia la imagen del pastor era muy común. Para Israel el único verdadero pastor es Dios. “Él es nuestro Dios y nosotros el pueblo que apacienta, el rebaño que él guía” dice el salmo. “Él llama como hace el pastor con su rebaño” (Sir 18, 13). Los malos reyes son malos pastores que usan el rebaño sin protegerlo (Cfr. Ez 34). Dios entonces manda profetas que anuncian que él mismo intervendrá y apacentará directamente a sus ovejas (Cfr. Jer 23, 3).

La parábola de la oveja descarriada muestra a un pastor que deja todo el rebaño para salvar a una sola que se ha perdido y el discurso de Juan presenta a Jesús como el buen pastor que da la vida por sus ovejas. La figura del pastor es aquella que encontramos más frecuentemente en el arte paleocristiano. Sería sorprendente que estas  representaciones no despertaran en los primeros cristianos el recuerdo de Cristo, al cual, los textos más antiguos, atribuyen el título de “pastor de la ovejas del Rey celeste” (Clemente Alejandrino), “pastor de la Iglesia Universal difundida en toda la tierra” (Policarpo), “pastor de aquellos que son salvados” (Melitón de Sardes), y “santo pastor que apacienta su rebaño sobre los montes y las llanuras” (Inscripción de Abercio). 

La memoria fundió espontáneamente las narraciones mateanas y lucanas. La imagen familiar del pastor con la oveja sobre la espalda se hizo común en las representaciones, si bien en general los padres comentaron la parábola de Mateo.

El motivo de Cristo pastor es muy conocido en la antigüedad, porque tenía un rol importante en la catequesis bautismal. El salmo 23 (El Señor es mi pastor) era aprendido de memoria por los neófitos y cantado durante el bautismo desde antes del III siglo: “En verdes praderas me hace reposar y me conduce a fuentes tranquilas”. Se le explicaba a los catecúmenos que las fuentes tranquilas eran las aguas de bautismo, las hierba nutriente era la Sagrada Escritura, el perfume evocaba la unción del bautismo y el cáliz lleno señalaba a la Eucaristía que los neo bautizados recibían saliendo del bautisterio. 

“El Señor ha venido a buscar a la oveja que se había perdido -dice Ireneo- y es el hombre el que se ha perdido” (Exposición de la predicación apostólica 33). El descenso del pastor representa la encarnación del Hijo de Dios para la salvación de los hombres. Descender y ascender son en realidad metáforas familiares al Evangelio de Juan para recordar la encarnación y la resurrección. Una oveja se había perdido -dice Orígenes- pero el buen pastor, dejando las otras noventa y nueve sobre el monte, desciende en este valle de lágrimas, la busca y la encuentra y se la carga sobre sus espaldas” (Homilía sobre Números 19, 4). 
  
En la interpretación de Ambrosio, el obispo de Milán hace un paralelo entre el pastor que baja del monte para llevar sobre sus espaldas a la oveja y la parábola del buen samaritano que descendiendo de Jerusalén a Jericó, carga al hombre herido sobre la cabalgadura.

“Tomando sobre si la oveja, el pastor se ha hecho uno con ella” (Contra Apolinario 16).

La imagen de la oveja sobre la espalda de Cristo se confunde a veces con aquella de Cristo en la cruz. “Las espaldas de Cristo son los brazos de la cruz; es allí donde he dejado mis pecados” (Ambrosio, Sobre el Evangelio de Lucas 7, 209). 

Según Ireneo “después de haber descendido por nosotros en la profundidad de la tierra para buscarnos, sube a lo alto para ofrecer al Padre suyo al hombre reencontrado, realizando en sí mismo las primicias de la resurrección de los hombres” (Contra las Herejías 3, 19, 3). “Cristo nos lleva en su cuerpo, habiendo portado sobre si los pecados de los hombres” (Orígenes, Sobre Josué 7, 16). 

Esta doctrina entró en la liturgia. Así desde la noche pascual hasta la fiesta de la ascensión se cantaba “Oh noche en la cual la oveja ha sido llevada al cielo sobre las espaldas del buen pastor” (Misal gótico de Autun). 

A veces el Buen Pastor es representado entre dos árboles, evocando el jardín del Edén. Así es el paraíso escatológico donde es llevado el rebaño. “¡Oh casa luminosa y bella! Yo he amado tu esplendor, donde habita la gloria de mi Señor. He errado como oveja perdida, pero espero ser llevado en tus espaldas de Pastor” (Confesiones 12, 15, 21).

Muchos sarcófagos representan un pastor ordeñando. Imagen idílica de la abundancia paradisíaca ya presente en el paganismo, pero que en el cristianismo adquiere otro significado. En la vida terrena de los patriarcas bíblicos la leche es un alimento esencial y a ellos se le promete una tierra donde abundan leche y miel. El creyente en la Iglesia es nutrido con la leche que es una anticipación del paraíso (era este el significado de la copa de leche y miel que se daba en algunos ritos bautismales) y lo será más abundantemente en el más allá. 

Santa Perpetua, martirizada en Cartago en el 202, en su prisión, tiene un sueño donde entra al paraíso. “Subía y vi un inmenso jardín y en medio, sentado, a un hombre con los cabellos blancos, vestido de pastor. Era alto y ordeñaba una oveja. Levantó la cabeza, me miró y dijo: ´Bienvenida, hija mía´. Me llamó y me dio un trozo de queso. Lo tomé con las manos y lo comí y todos aquellos que me circundaban dijeron: ¡Amén!” (Pasión de Perpetua y Felicitas 4). 

En el Antiguo Testamento, David es el pastor músico y por esto ingresa a la corte de Saúl, donde sus melodías alegran al Rey.  Ahora, hay un nuevo David. “Ha venido el verdadero David, ha hecho pastar a las ovejas de su Padre, ha vencido a la muerte, ha levantado al hombre como a una oveja herida, y, con su Leño, ha pisado la cabeza de la serpiente. Ha arrancado a Adán de las fauces de la bestia” (Hipólito, Sobre David y Goliat). 

En la iconografía cristiana, el pastor músico se confunde a veces con Orfeo, que encantaba a los animales con su canto y su música. Para Clemente de Alejandría, Cristo es el verdadero Orfeo porque “amaestra a los animales más difíciles que hayan existido, los hombres; frívolos como pájaros, mendaces como serpientes, violentos como leones, lujuriosos como cerdos, rapaces como lobos. Todos estos se han transformado en hombres civilizados por el canto celeste” (Protréptico 1,4). El paralelo ya estaba preparado. También Orfeo había descendido a los infiernos para arrancar a Eurídice de la muerte. 

Recemos con Ambrosio: “Ven Señor, ven a buscar a tu siervo, ven sin ayuda, ven sin anunciarte; desde hace mucho tiempo espero tu llegada. Ven sin bastón, solo con tu amor y tu dulce espíritu. Ven a buscarme porque yo te busco: encuéntrame, tómame, llévame. Llévame sobre tu cruz que es la salvación de los errantes; el único descanso de los cansados, por la cual todos aquellos que mueren vivirán” (Comentario al salmo 118, 22, 28-30).

lunes, 20 de abril de 2015

Daniel y los tres jóvenes




La figura del profeta Daniel fue, junto a la de Jonás, una de las más usadas para representar la resurrección. Tanto la imagen del profeta como la de los tres jóvenes, es presentada como ejemplo del cristiano. Son exaltadas tanto su fe en Dios y en la vida eterna como su fidelidad que llega hasta afrontar el martirio. 

Daniel ya aparecía en el mundo hebraico como un modelo de oración. Enseña a invocar a Dios en todo lugar, en la adversidad y en las circunstancias más difíciles. “Vela y reza como Daniel” aconseja Efrén (Himno sobre la Epifanía, 3, 32).

No solo reza, también ayuna. En el capítulo 14 permanece seis días en la fosa hasta ser milagrosamente nutrido por Dios el séptimo día. El hecho era leído en Roma el miércoles santo, momento culminante del ayuno cuaresmal. Porque el cristiano que ayuna es nutrido espiritualmente por Dios. El pan llevado por Abacuc al final, es imagen de la eucaristía. Zenón de Verona, en un sermón de la vigilia de Pascua, recuerda el “pan celeste” recibido por Daniel. En una poesía de Prudencio, Daniel recibe el pan respondiendo “¡Amén!” y cantando el Aleluya como cuando se recibe el pan sacramental (Cathemerinon 4, 70-73). Las imágenes que encontramos muestran que esta exégesis estaba muy difundida. Se ve a Abacuc que lleva a Daniel un pan señalado con un cruz. Al parecer, Daniel en la fosa también podía simbolizar el bautismo. Encontramos en Clemente de Alejandría un paralelo en el cual los leones representan los demonios y las tentaciones. Con el bautismo “el alma es salvada del mundo y de las garras del los leones” (Extractos de Teodoto 83). 

La fosa era otra imagen clara para los conocedores de la Biblia. En los salmos evoca la guarida de los animales, la trampa puesta por el hombre y por extensión la muerte misma. Hipólito lo dice claramente: “La fosa es el infierno” (Sobre Daniel 3, 31). 

En Daniel fue vista la figura de Cristo. El profeta que metido en la fosa por sus perseguidores, sale incólumne, era una prefiguración de la pasión y la resurrección. Ya Hipólito en el III siglo une las dos imágenes, pero será un autor sirio del IV siglo, Afraate, que desarrollará más explícitamente el paralelo. “Por Daniel fue cerrada la garganta de los leones, ávidos y destructores de la vida, por Jesús fue cerrada la garganta de la muerte, ávida y destructora de todo lo que tiene forma (Exposiciones 21, 18). “La fosa se abre como la tumba -dice Efrén-, las bestias son vencidas como la muerte. El Triunfador sube a anunciar la resurrección a aquellos que yacían en los sepulcros” (Cantos de Nísibe 21, 18). De nuevo Afraate dice “La fosa de Daniel la habían sellado y vigilado; la tumba de Jesús la custodiaban metiendo unas tropas. Cuando Daniel sale, aquellos que lo habían calumniado estaban confundidos. Cuando Jesús resucitó, todos aquellos que lo habían crucificado estaban confundidos".

Si Daniel echado a los leones evoca a Jesús llevado a la muerte, en la posición de orante traza, con sus brazos alzados, la cruz. Una homilía de Atanasio afirma que Daniel fue salvado de los dientes de los leones por la potencia del signo de la cruz, manifestada por sus brazos extendidos (Homilía 21). La misma idea la encontramos en Gregorio Nacianceno. “O Cristo, tu que por las manos extendidas de Daniel en la fosa, has encadenado las terribles fauces del león...” (Poesía autobiográfica, 1, 1, 1-9). 

Los leones también muestran una total falta de agresividad que hace recordar la vida paradisíaca. Las fieras - dice Paolino de Nola – dormían a los pies del profeta y con su lengua lamían los pies del orante” (Poesía 26, 259 – 260). Según Hipólito “Daniel sentado en medio de los leones acariciaba con la mano sus crines. El rey llamó entonces a toda la corte y mostró a ellos el insólito espectáculo” (Sobre Daniel 3, 29, 5). Los leones treman delante de Daniel y con su temor señalan el restablecimiento del orden querido en la creación por Dios. “Los leones no osaban tocarlo - dice San Juan Crisóstomo – porque veían brillar en él la antigua imagen del rey de la naturaleza y se acercaron a él con la misma sumisión con la que se habían acercado a Adán cuando este les puso nombre” (Sobre el Génesis 5, 2). “Los leones – dice San Agustín – reconocían el poder de Daniel sobre ellos, porque Daniel reconocía el de Dios. Es así respetada la jerarquía Dios – Hombre – Animal, querida por el Creador. (Sobre la Primera Epístola de Juan 8, 7). El león, en la Biblia, es la figura de aquel que es homicida desde el inicio. El diablo, como león rugiente busca a quien devorar, dice Pedro. El creyente, vencedor del mal, escribe Orígenes en su tratado sobre la oración “debe dar gracias a Dios más que Daniel, porque fue liberado de flagelos más temibles y más peligrosos que los suyos”. 

Daniel evoca la esperanza que tienen los difuntos de resucitar con Cristo. “Imita a Daniel – dice Hipólito -. No te encontraran ninguna herida, e serás encontrado vivo en la fosa y tomarás parte de la resurrección, escapando así de los ángeles torturadores del infierno” (Sobre Daniel 3, 31, 3). 

En el arte sepulcral, la fosa de los leones tiene a veces el aspecto de un pequeño sarcófago, en el cual Daniel es presentado desnudo en medio a los leones. Él es Adán en el Paraíso. In pace quievit, dice la Poesía contra Marción a propósito de Daniel. Reposó en paz: es la fórmula de los epitafios. La serenidad de Daniel es también la paz beata de los fieles en el más allá. 

Los tres jóvenes que son metidos en el horno y que desde allí rezan a Dios “a una sola voz”, son ejemplo elocuente de la eficacia de la plegaria comunitaria, según lo pedido por el mismo Cristo. “Con la plegaria, los jóvenes cambiaron el fuego en rocío” dice una homilía anónima pronunciada durante la Octava de Pascua. “Señor, has caer un rocío, un rocío de misericordia y apaga las llamas del fuego, porque solo a ti te reconocemos como Salvador” (Códex armenio de Jerusalén, 121). “El fuego se volverá rocío, como para los tres jóvenes hebreos metidos en el horno de fuego ardiente” (San Ambrosio, Sobre el salmo 36, 26).

Para San Ireneo, el Verbo de Dios, “se hizo ver en compañía de Azarías, Ananías y Misael, estando junto a ellos en el horno y salvándolo del fuego” (Contra las herejías 4, 20, 11). Representaciones tardías de esto muestran al cuarto personaje apagando el fuego con la cruz.

Pero esta historia no solo representaba solo que Cristo apaga las llamas del infierno sino que también era imagen de la resurrección. Por eso era tradicional leerla en la vigilia pascual. Afraate dira “Ananías y sus hermanos cayeron en el horno de fuego, y para ellos, que eran justos, el horno se volvió fresco como el rocío; Jesús descendió en las tinieblas, abatió la puerta y sacó de allí a los prisioneros (Exposición 21, 19). El descenso del cuarto personaje en el horno será una figura del descenso a los infiernos y la salida de los tres jóvenes una imagen de la liberación de los justos por obra de Jesús. 

Para Romano el Mélodo, el fuego se transforma en fuente bautismal (Himnos 8, 21), siguiendo el texto evangélico que habla de un bautismo en el agua y en el fuego. Paolino de Nola escribe:

“De esta fuente feliz de la cual renacen las almas,
sale un río abundante de luz y de llamas.
El Espíritu Santo que sobre ella descendió del cielo,
se une y lo enriquece con sus dones preciosos.”

Fuente: M. Dulaey, Des forêts de symboles.


viernes, 10 de abril de 2015

Adán y Eva

De una imagen muy difundida desde el inicio en el arte paleocristiano pasamos a otra muy tardía y mucho más esquiva. La imagen de Adán y Eva se encuentra recién en la segunda mitad del siglo III en las catacumbas de Marcelino y Pedro en Roma, en el baptisterio de Dura Europos, Nápoles y en Nola. 

La imagen nos parece extraña a nosotros porque la relacionamos con la culpa, el castigo y la muerte. Para los antiguos, en cambio, Adán y Eva evocaban la salvación y el primer llamado del hombre a la inmortalidad. Lejos de los caminos que después recorrerá la teología, para San Ireneo la muerte era un acto misericordioso de Dios que busca terminar con el mal eterno e incurable que existe en el hombre (cfr. Contra las herejías, 3, 23, 6). Del mismo parecer era Cromacio de Aquilea quien dice que era necesario que todos los hombres murieran para después ser llevados a la vida (Sermones 38, 2). 

Cristo viene a curar las “heridas del viejo Adán” y abolió en su propia persona el castigo que pesaba sobre él, pagando así el débito del hombre hacia la muerte, según una metáfora común en los autores cristianos de los primeros siglos.

Desde el inicio Dios preparaba el remedio. “Adán ¿donde estás?” es la primera palabra que dirige al hombre después de la caída. Esta pregunta, dice Novaciano en el III siglo, “manifiesta la esperanza que el hombre será encontrado y salvado por Cristo” (Sobre la Trinidad, 1, 12). Esta idea no era nueva. Ya estaba presente en la parábola de la oveja perdida.
San Ireneo ha sido uno de los Padres que con mayor fuerza trazó el paralelismo entre Adán y Cristo (ya presente también en San Pablo).

Uno encadenó por la desobediencia a todos los hombres. El otro los liberó por su obediencia. En uno la muerte había reinado por la carne. En el otro por la carne llega la salvación destruyendo la muerte por la carne (cfr. Demostraciones 31), A Eva, la virgen desobediente que escucha a la víbora, se la contrapone María, Virgen obediente que escucha al Ángel del Señor. Aquello que Eva había atado con su incredulidad, María lo ha desatado con su fe (cfr. Contra las herejías 3, 22, 4.) 

Según Agustín, casi toda la Iglesia afirma que Adán y Eva fueron para siempre salvados. La fe en el descenso a los infiernos, la predicación a los muertos que esperaban la salvación y el Mesías prometido, fue anunciada y e incluso relatada en los evangelio apócrifos. 

El camino hecho por Adán es ofrecida a todos los hombres. “Cuando tu renuncias a Satanás, rompiendo toda alianza con él y con el infierno, se abren el Paraíso de Dios del cual fue expulsado nuestro padre por su desobediencia” dice san Cirilo de Jerusalén (Catequesis mistagógica, 1, 9). 

El retorno al paraíso comienza desde el bautismo, porque el paraíso de Cristo es la Iglesia, jardín irrigado por los cuatro ríos de los Evangelios (cfr. Hipólito, Sobre Daniel 1, 17). Pero el ingreso definitivo esta reservado al más allá, como dice la oración de Macrina en el momento de la muerte “Tu que has roto la llama de la espada de fuego y has llevado al paraíso al hombre crucificado contigo que se había confiado a tu misericordia, recuérdame en tu reino” (San Gregorio de Nisa, Vida de Macrina 24, 29).


Según las antiguas traducciones, después del pecado Adán y Eva se refugiaron debajo de un árbol. ¿De que árbol se trata? Los Padres no se ponen de acuerdo. Para algunos, como Dídimo, es el árbol del conocimiento. Para otros, como Jerónimo, es el de la vida. Ya Gregorio de Nisa había subrayado que uno y otro se encontraban al centro del Edén, porque el conocimiento es para el hombre tan fundamental como la vida (Comentario al Cantar de los Cantares, 12).

Esta unión ya venía de la Escritura que dice que la sabiduría dada por la ley es un árbol de vida para quien la sigue (Pro 3, 18). Para el Pastor de Erma la ley es un gran árbol y esta ley es el Hijo de Dios (69, 2). Por eso Cristo es identificado rápidamente con el Árbol de la Vida. Así lo dice Justino (Diálogo 86, 1) y Efrén (Himno sobre la Navidad 6).

Otros autores, si bien mantienen la idea de que los dos árboles son palabras de Dios, distinguen entre el árbol del conocimiento, símbolo de la ley, y el de la vida, figura del Logos de Dios.

Esto nos lleva a otra idea muy difusa que es la de la cruz como Árbol de la Vida. Clemente de Alejandría dirá que “es el Verbo que ha florecido y ha dado fruto y que hecho carne ha vivificado a aquellos que han saboreado su bondad, pero no vino a hacerse conocer sin el árbol donde nuestra vida fue colgada” (Estromata 5, 72). “La cruz de Cristo nos ha restituido el paraíso, ella es el árbol que el Señor ha mostrado a Adán diciéndole que era necesario comer del Árbol de la Vida que estaba en medio al paraíso y no del árbol del bien y del mal” (San Ambrosio, Comentario a los Salmos 35, 3).

“La transgresión que se había perpetrado por el árbol fue destruida por la obediencia cumplida por el árbol, aquella obediencia por la cual el Hijo del Hombre obedeció a Dios cuando fue clavado en la cruz, aboliendo la ciencia del mal y dando la del bien” (San Ireneo, Demostración 33). En la Homilia sobre la Pascua atribuida a Hipólito dice “En lugar del árbol, ha plantado el árbol; en lugar de la mano perversa que se había estirado en un signo de impiedad, ha clavado la propia mano inmaculada en un gesto de piedad” (Homilía sobre la Pascua 50). “Extiende tu mano hacía la cruz, para que el Señor crucificado extienda su mano hacía ti, de hecho quien no extiende su mano a la cruz no puede ni siquiera acercarla a su mesa” (San Efrén el Sirio, Sobre el Diatesaron, 20, 23). 



Pero si el árbol era la cruz, como debía ser interpretada la serpiente que muchas veces era representada enroscada en el tronco. La serpiente de bronce en el desierto (Nm 21, 4 - 9) y el Evangelio de San Juan (3,14 – 15), permitía que globalmente evocara la crucificción. “En la serpiente de bronce fue prefigurado mi serpiente, la buena serpiente, de su boca no sale veneno sino remedio (San Ambrosio, Comentario a los salmos, 118, 6, 15).

Fuente: M. Dulaey, Des forêts de symboles.