De una
imagen muy difundida desde el inicio en el arte paleocristiano
pasamos a otra muy tardía y mucho más esquiva. La imagen de Adán y
Eva se encuentra recién en la segunda mitad del siglo III en las
catacumbas de Marcelino y Pedro en Roma, en el baptisterio de Dura
Europos, Nápoles y en Nola.
La imagen
nos parece extraña a nosotros porque la relacionamos con la culpa,
el castigo y la muerte. Para los antiguos, en cambio, Adán y Eva
evocaban la salvación y el primer llamado del hombre a la
inmortalidad. Lejos de los caminos que después recorrerá la
teología, para San Ireneo la muerte era un acto misericordioso de
Dios que busca terminar con el mal eterno e incurable que existe en
el hombre (cfr. Contra las herejías, 3, 23, 6). Del mismo
parecer era Cromacio de Aquilea quien dice que era necesario que
todos los hombres murieran para después ser llevados a la vida
(Sermones 38, 2).
Cristo viene
a curar las “heridas del viejo Adán” y abolió en su propia
persona el castigo que pesaba sobre él, pagando así el débito del
hombre hacia la muerte, según una metáfora común en los autores
cristianos de los primeros siglos.
Desde el
inicio Dios preparaba el remedio. “Adán ¿donde estás?” es la
primera palabra que dirige al hombre después de la caída. Esta
pregunta, dice Novaciano en el III siglo, “manifiesta la esperanza
que el hombre será encontrado y salvado por Cristo” (Sobre la
Trinidad, 1, 12). Esta idea no era nueva. Ya estaba presente en
la parábola de la oveja perdida.
San Ireneo
ha sido uno de los Padres que con mayor fuerza trazó el paralelismo
entre Adán y Cristo (ya presente también en San Pablo).
Uno encadenó
por la desobediencia a todos los hombres. El otro los liberó por su
obediencia. En uno la muerte había reinado por la carne. En el otro
por la carne llega la salvación destruyendo la muerte por la carne
(cfr. Demostraciones 31), A Eva, la virgen desobediente que
escucha a la víbora, se la contrapone María, Virgen obediente que
escucha al Ángel del Señor. Aquello que Eva había atado con su
incredulidad, María lo ha desatado con su fe (cfr. Contra las
herejías 3, 22, 4.)
Según
Agustín, casi toda la Iglesia afirma que Adán y Eva fueron para
siempre salvados. La fe en el descenso a los infiernos, la
predicación a los muertos que esperaban la salvación y el Mesías
prometido, fue anunciada y e incluso relatada en los evangelio
apócrifos.
El camino
hecho por Adán es ofrecida a todos los hombres. “Cuando tu
renuncias a Satanás, rompiendo toda alianza con él y con el
infierno, se abren el Paraíso de Dios del cual fue expulsado nuestro
padre por su desobediencia” dice san Cirilo de Jerusalén
(Catequesis mistagógica, 1, 9).
El retorno
al paraíso comienza desde el bautismo, porque el paraíso de Cristo
es la Iglesia, jardín irrigado por los cuatro ríos de los
Evangelios (cfr. Hipólito, Sobre Daniel 1, 17). Pero el
ingreso definitivo esta reservado al más allá, como dice la oración
de Macrina en el momento de la muerte “Tu que has roto la llama de
la espada de fuego y has llevado al paraíso al hombre crucificado
contigo que se había confiado a tu misericordia, recuérdame en tu
reino” (San Gregorio de Nisa, Vida de Macrina 24, 29).
Según las
antiguas traducciones, después del pecado Adán y Eva se refugiaron
debajo de un árbol. ¿De que árbol se trata? Los Padres no se ponen
de acuerdo. Para algunos, como Dídimo, es el árbol del
conocimiento. Para otros, como Jerónimo, es el de la vida. Ya
Gregorio de Nisa había subrayado que uno y otro se encontraban al
centro del Edén, porque el conocimiento es para el hombre tan
fundamental como la vida (Comentario al Cantar de los Cantares,
12).
Esta unión
ya venía de la Escritura que dice que la sabiduría dada por la ley
es un árbol de vida para quien la sigue (Pro 3, 18). Para el Pastor
de Erma la ley es un gran árbol y esta ley es el Hijo de Dios (69,
2). Por eso Cristo es identificado rápidamente con el Árbol de la
Vida. Así lo dice Justino (Diálogo 86, 1) y Efrén (Himno
sobre la Navidad 6).
Otros
autores, si bien mantienen la idea de que los dos árboles son
palabras de Dios, distinguen entre el árbol del conocimiento,
símbolo de la ley, y el de la vida, figura del Logos de Dios.
Esto nos
lleva a otra idea muy difusa que es la de la cruz como Árbol de la
Vida. Clemente de Alejandría dirá que “es el Verbo que ha
florecido y ha dado fruto y que hecho carne ha vivificado a aquellos
que han saboreado su bondad, pero no vino a hacerse conocer sin el
árbol donde nuestra vida fue colgada” (Estromata 5, 72).
“La cruz de Cristo nos ha restituido el paraíso, ella es el árbol
que el Señor ha mostrado a Adán diciéndole que era necesario comer
del Árbol de la Vida que estaba en medio al paraíso y no del árbol
del bien y del mal” (San Ambrosio, Comentario a los Salmos
35, 3).
“La
transgresión que se había perpetrado por el árbol fue destruida
por la obediencia cumplida por el árbol, aquella obediencia por la
cual el Hijo del Hombre obedeció a Dios cuando fue clavado en la
cruz, aboliendo la ciencia del mal y dando la del bien” (San
Ireneo, Demostración 33). En la Homilia sobre la Pascua
atribuida a Hipólito dice “En lugar del árbol, ha plantado el
árbol; en lugar de la mano perversa que se había estirado en un
signo de impiedad, ha clavado la propia mano inmaculada en un gesto
de piedad” (Homilía sobre la Pascua 50). “Extiende tu
mano hacía la cruz, para que el Señor crucificado extienda su mano
hacía ti, de hecho quien no extiende su mano a la cruz no puede ni
siquiera acercarla a su mesa” (San Efrén el Sirio, Sobre el
Diatesaron, 20, 23).
Pero si el
árbol era la cruz, como debía ser interpretada la serpiente que
muchas veces era representada enroscada en el tronco. La serpiente de
bronce en el desierto (Nm 21, 4 - 9) y el Evangelio de San Juan (3,14
– 15), permitía que globalmente evocara la crucificción. “En la
serpiente de bronce fue prefigurado mi serpiente, la buena serpiente,
de su boca no sale veneno sino remedio (San Ambrosio, Comentario
a los salmos, 118, 6, 15).
Fuente: M.
Dulaey, Des forêts de symboles.
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