viernes, 10 de abril de 2015

Adán y Eva

De una imagen muy difundida desde el inicio en el arte paleocristiano pasamos a otra muy tardía y mucho más esquiva. La imagen de Adán y Eva se encuentra recién en la segunda mitad del siglo III en las catacumbas de Marcelino y Pedro en Roma, en el baptisterio de Dura Europos, Nápoles y en Nola. 

La imagen nos parece extraña a nosotros porque la relacionamos con la culpa, el castigo y la muerte. Para los antiguos, en cambio, Adán y Eva evocaban la salvación y el primer llamado del hombre a la inmortalidad. Lejos de los caminos que después recorrerá la teología, para San Ireneo la muerte era un acto misericordioso de Dios que busca terminar con el mal eterno e incurable que existe en el hombre (cfr. Contra las herejías, 3, 23, 6). Del mismo parecer era Cromacio de Aquilea quien dice que era necesario que todos los hombres murieran para después ser llevados a la vida (Sermones 38, 2). 

Cristo viene a curar las “heridas del viejo Adán” y abolió en su propia persona el castigo que pesaba sobre él, pagando así el débito del hombre hacia la muerte, según una metáfora común en los autores cristianos de los primeros siglos.

Desde el inicio Dios preparaba el remedio. “Adán ¿donde estás?” es la primera palabra que dirige al hombre después de la caída. Esta pregunta, dice Novaciano en el III siglo, “manifiesta la esperanza que el hombre será encontrado y salvado por Cristo” (Sobre la Trinidad, 1, 12). Esta idea no era nueva. Ya estaba presente en la parábola de la oveja perdida.
San Ireneo ha sido uno de los Padres que con mayor fuerza trazó el paralelismo entre Adán y Cristo (ya presente también en San Pablo).

Uno encadenó por la desobediencia a todos los hombres. El otro los liberó por su obediencia. En uno la muerte había reinado por la carne. En el otro por la carne llega la salvación destruyendo la muerte por la carne (cfr. Demostraciones 31), A Eva, la virgen desobediente que escucha a la víbora, se la contrapone María, Virgen obediente que escucha al Ángel del Señor. Aquello que Eva había atado con su incredulidad, María lo ha desatado con su fe (cfr. Contra las herejías 3, 22, 4.) 

Según Agustín, casi toda la Iglesia afirma que Adán y Eva fueron para siempre salvados. La fe en el descenso a los infiernos, la predicación a los muertos que esperaban la salvación y el Mesías prometido, fue anunciada y e incluso relatada en los evangelio apócrifos. 

El camino hecho por Adán es ofrecida a todos los hombres. “Cuando tu renuncias a Satanás, rompiendo toda alianza con él y con el infierno, se abren el Paraíso de Dios del cual fue expulsado nuestro padre por su desobediencia” dice san Cirilo de Jerusalén (Catequesis mistagógica, 1, 9). 

El retorno al paraíso comienza desde el bautismo, porque el paraíso de Cristo es la Iglesia, jardín irrigado por los cuatro ríos de los Evangelios (cfr. Hipólito, Sobre Daniel 1, 17). Pero el ingreso definitivo esta reservado al más allá, como dice la oración de Macrina en el momento de la muerte “Tu que has roto la llama de la espada de fuego y has llevado al paraíso al hombre crucificado contigo que se había confiado a tu misericordia, recuérdame en tu reino” (San Gregorio de Nisa, Vida de Macrina 24, 29).


Según las antiguas traducciones, después del pecado Adán y Eva se refugiaron debajo de un árbol. ¿De que árbol se trata? Los Padres no se ponen de acuerdo. Para algunos, como Dídimo, es el árbol del conocimiento. Para otros, como Jerónimo, es el de la vida. Ya Gregorio de Nisa había subrayado que uno y otro se encontraban al centro del Edén, porque el conocimiento es para el hombre tan fundamental como la vida (Comentario al Cantar de los Cantares, 12).

Esta unión ya venía de la Escritura que dice que la sabiduría dada por la ley es un árbol de vida para quien la sigue (Pro 3, 18). Para el Pastor de Erma la ley es un gran árbol y esta ley es el Hijo de Dios (69, 2). Por eso Cristo es identificado rápidamente con el Árbol de la Vida. Así lo dice Justino (Diálogo 86, 1) y Efrén (Himno sobre la Navidad 6).

Otros autores, si bien mantienen la idea de que los dos árboles son palabras de Dios, distinguen entre el árbol del conocimiento, símbolo de la ley, y el de la vida, figura del Logos de Dios.

Esto nos lleva a otra idea muy difusa que es la de la cruz como Árbol de la Vida. Clemente de Alejandría dirá que “es el Verbo que ha florecido y ha dado fruto y que hecho carne ha vivificado a aquellos que han saboreado su bondad, pero no vino a hacerse conocer sin el árbol donde nuestra vida fue colgada” (Estromata 5, 72). “La cruz de Cristo nos ha restituido el paraíso, ella es el árbol que el Señor ha mostrado a Adán diciéndole que era necesario comer del Árbol de la Vida que estaba en medio al paraíso y no del árbol del bien y del mal” (San Ambrosio, Comentario a los Salmos 35, 3).

“La transgresión que se había perpetrado por el árbol fue destruida por la obediencia cumplida por el árbol, aquella obediencia por la cual el Hijo del Hombre obedeció a Dios cuando fue clavado en la cruz, aboliendo la ciencia del mal y dando la del bien” (San Ireneo, Demostración 33). En la Homilia sobre la Pascua atribuida a Hipólito dice “En lugar del árbol, ha plantado el árbol; en lugar de la mano perversa que se había estirado en un signo de impiedad, ha clavado la propia mano inmaculada en un gesto de piedad” (Homilía sobre la Pascua 50). “Extiende tu mano hacía la cruz, para que el Señor crucificado extienda su mano hacía ti, de hecho quien no extiende su mano a la cruz no puede ni siquiera acercarla a su mesa” (San Efrén el Sirio, Sobre el Diatesaron, 20, 23). 



Pero si el árbol era la cruz, como debía ser interpretada la serpiente que muchas veces era representada enroscada en el tronco. La serpiente de bronce en el desierto (Nm 21, 4 - 9) y el Evangelio de San Juan (3,14 – 15), permitía que globalmente evocara la crucificción. “En la serpiente de bronce fue prefigurado mi serpiente, la buena serpiente, de su boca no sale veneno sino remedio (San Ambrosio, Comentario a los salmos, 118, 6, 15).

Fuente: M. Dulaey, Des forêts de symboles.





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