La vida
cristiana es esencialmente trascendente, se ordena al cielo y el monaquismo es
la expresión más exacta del anhelo escatológico que parte de la restauración
del Paraíso interior en el alma, por la gracia, hasta el Paraíso definitivo,
que es el cielo. Y así como los ángeles en el Paraíso-cielo gozan
constantemente de Dios, la vida monástica anticipa este estado: es una
condición celeste porque está libre de toda preocupación temporal, pero este
estado, por muy sublime que pueda ser, es sólo una anticipación del paraíso
definitivo que ha de venir. El monje sabe muy bien que el paraíso del claustro
no es más que un estado transitorio, orientado hacia el Paraíso de la Jerusalén
celestial. Es una verdadera anticipación del paraíso final, una participación germinal
en los mismos bienes que disfrutará un día. De este modo el monje une su voz al
grito anhelante de la creación que espera la liberación final impulsada por el
vivo deseo del paraíso escatológico. Está ciertamente con el Señor, pero espera
el día en que su unión será irreversible y cara a cara. Evagrio Póntico, el
gran teólogo del monacato antiguo, escribe: “El justo está en este lado de la
ciudad que es la herencia de los perfectos: pero el perfecto está ya con el
Señor en el Edén y en la Jerusalén celestial, porque se halla dentro de ella.”
(P.Fr.Armando Díaz O.P., “Los angeles y
el demonio del mediodía”, Córdoba 2010)
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