miércoles, 14 de septiembre de 2011

El monje y el paraiso

La vida cristiana es esencialmente trascendente, se ordena al cielo y el monaquismo es la expresión más exacta del anhelo escatológico que parte de la restauración del Paraíso interior en el alma, por la gracia, hasta el Paraíso definitivo, que es el cielo. Y así como los ángeles en el Paraíso-cielo gozan constantemente de Dios, la vida monástica anticipa este estado: es una condición celeste porque está libre de toda preocupación temporal, pero este estado, por muy sublime que pueda ser, es sólo una anticipación del paraíso definitivo que ha de venir. El monje sabe muy bien que el paraíso del claustro no es más que un estado transitorio, orientado hacia el Paraíso de la Jerusalén celestial. Es una verdadera anticipación del paraíso final, una participación germinal en los mismos bienes que disfrutará un día. De este modo el monje une su voz al grito anhelante de la creación que espera la liberación final impulsada por el vivo deseo del paraíso escatológico. Está ciertamente con el Señor, pero espera el día en que su unión será irreversible y cara a cara. Evagrio Póntico, el gran teólogo del monacato antiguo, escribe: “El justo está en este lado de la ciudad que es la herencia de los perfectos: pero el perfecto está ya con el Señor en el Edén y en la Jerusalén celestial, porque se halla dentro de ella.” (P.Fr.Armando Díaz O.P., “Los angeles y el demonio del mediodía”, Córdoba 2010)

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