miércoles, 24 de diciembre de 2014

¡Feliz Navidad!

  
Gentile da Fabriano, Nativity (Palla Strozzi Altarpiece for. Sta.Trinità), 300x282, signed and dated 1423, also predella of the Nativity.


Dirijamos un momento a esto nuestros oídos y nuestra atención por si tal vez somos capaces de decir algo adecuado y digno referente, no al hecho de que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios, sino al hecho de que la Palabra se hizo carne. Quizá podamos decir el motivo por el que habitó entre nosotros; quizá pueda ser decible allí donde quiso ser visible. Pues por esto celebramos también este día en que se dignó nacer de una virgen, nacimiento propio que él hizo que de algún modo narrasen autores humanos. Mas ¿quién narrará su nacimiento, es decir, el que tuvo lugar en la eternidad, por el que en cuanto Dios nació de Dios? Allí no existe un día tal que pueda ser celebrado solemnemente, dado que tampoco pasa para volver cada año, sino que permanece sin ocaso, porque tampoco tuvo aurora. Así, pues, aquella Palabra única de Dios, aquella vida, aquella luz de los hombres es el Día eterno; en cambio, este día, en que, al unirse a la carne humana, se hizo como esposo que sale de su lecho nupcial ahora es hoy, pero mañana será ayer. Sin embargo, el día de hoy ensalza al Día eterno, porque el Día eterno, al nacer de la virgen, hizo sagrado el día de hoy. ¡Qué alabanzas tributaremos, pues, al amor de Dios! ¡Cuántas gracias hemos de darle! Tanto nos amó que por nosotros fue hecho en el tiempo Aquel por quien fueron hechos los tiempos, y en este mundo fue menor en edad que muchos de sus siervos el que era más antiguo que el mundo por su eternidad; tanto nos amó que se hizo hombre el que hizo al hombre, le hizo una madre a la que él hizo, le llevaron unas manos que él formó, mamó de los pechos que él llenó, y lloró en el pesebre la infancia muda, la Palabra sin la que es muda la elocuencia humana.
Mira, ¡oh hombre!, lo que Dios se hizo por ti; reconoce la enseñanza de humildad tan grande de la boca del doctor que aún no habla. En otro tiempo, fuiste tan facundo en el paraíso que impusiste el nombre a todo ser viviente; sin embargo, por ti yacía en el pesebre, sin hablar, tu creador; sin llamar por su nombre ni siquiera a su madre. Tú, descuidando la obediencia, te perdiste en un vastísimo jardín de árboles frutales; Él, por obediencia, vino en condición mortal a un establo estrechísimo para buscar, mediante la muerte, al que estaba muerto. Tú, siendo hombre, quisiste ser Dios para tu perdición; Él, siendo Dios, quiso ser hombre para hallar lo que estaba perdido. Tanto te oprimió la soberbia humana, que sólo la humildad divina te podía levantar. (San Agustín, Sermon 188).



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