Gentile da
Fabriano, Nativity (Palla Strozzi Altarpiece for.
Sta.Trinità), 300x282, signed and dated 1423, also predella of the
Nativity.
Dirijamos un momento a esto nuestros oídos y nuestra
atención por si tal vez somos capaces de decir algo adecuado y digno
referente, no al hecho de que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios, sino al hecho de que la Palabra se hizo carne. Quizá podamos decir el motivo por el que habitó entre nosotros; quizá
pueda ser decible allí donde quiso ser visible. Pues por esto
celebramos también este día en que se dignó nacer de una virgen,
nacimiento propio que él hizo que de algún modo narrasen autores
humanos. Mas ¿quién narrará su nacimiento,
es decir, el que tuvo lugar en la eternidad, por el que en cuanto Dios
nació de Dios? Allí no existe un día tal que pueda ser celebrado
solemnemente, dado que tampoco pasa para volver cada año, sino que
permanece sin ocaso, porque tampoco tuvo aurora. Así, pues, aquella
Palabra única de Dios, aquella vida, aquella luz de los hombres es el
Día eterno; en cambio, este día, en que, al unirse a la carne humana, se
hizo como esposo que sale de su lecho nupcial
ahora es hoy, pero mañana será ayer. Sin embargo, el día de hoy ensalza
al Día eterno, porque el Día eterno, al nacer de la virgen, hizo
sagrado el día de hoy. ¡Qué alabanzas tributaremos, pues, al amor de
Dios! ¡Cuántas gracias hemos de darle! Tanto nos amó que por nosotros
fue hecho en el tiempo Aquel por quien fueron hechos los tiempos, y en
este mundo fue menor en edad que muchos de sus siervos el que era más
antiguo que el mundo por su eternidad; tanto nos amó que se hizo hombre
el que hizo al hombre, le hizo una madre a la que él hizo, le llevaron
unas manos que él formó, mamó de los pechos que él llenó, y lloró en el
pesebre la infancia muda, la Palabra sin la que es muda la elocuencia
humana.
Mira, ¡oh hombre!, lo que Dios se hizo
por ti; reconoce la enseñanza de humildad tan grande de la boca del
doctor que aún no habla. En otro tiempo, fuiste tan facundo en el
paraíso que impusiste el nombre a todo ser viviente;
sin embargo, por ti yacía en el pesebre, sin hablar, tu creador; sin
llamar por su nombre ni siquiera a su madre. Tú, descuidando la
obediencia, te perdiste en un vastísimo jardín de árboles frutales; Él,
por obediencia, vino en condición mortal a un establo estrechísimo para
buscar, mediante la muerte, al que estaba muerto. Tú, siendo hombre,
quisiste ser Dios para tu perdición;
Él, siendo Dios, quiso ser hombre para hallar lo que estaba perdido.
Tanto te oprimió la soberbia humana, que sólo la humildad divina te
podía levantar. (San Agustín, Sermon 188).
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