JUAN MANUEL DE PRADA
Resulta paradójico que, en muchas recensiones, se haya presentado «El árbol de la vida», la inmensa película de Terrence Malick, como un compendio de espiritualidad new age, cuando se trata de la más abrumadora e intrépida exposición de las verdades de la fe que el cine se haya atrevido a proclamar en décadas. Pero que este Credo sin trampa ni cartón haya sido tomado por una divagación new agenos confirma que las verdades de la fe resultan desconocidas para el hombre contemporáneo, incluso para el católico, a quien los curas han dejado de predicárselas. Dice Benedicto XVI que hace falta una «nueva evangelización»; pero para esa «nueva evangelización» se precisarían evangelizadores que crean que Dios es Señor de la Historia —Alfa y Omega— y que se atrevan a proclamar que el misterio del sufrimiento humano sólo es plenamente comprensible si se espera la resurrección de la carne. Mientras los curas se lo piensan, nos queda Terrence Malick, un cineasta a la altura de Dreyer y de Tarkovsky.
«El árbol de la vida» empieza y termina del mismo modo: el universo, que brota del seno de un Dios creador, es restaurado al final de los tiempos, regresando al seno del que ha brotado; el origen y las postrimerías del mundo quedan así abrazados, en un designio divino que penetra la historia humana, dotándola de sentido. Pero Malick no se conforma con añorar aquella edad dorada en la que el pecado aún no había sido desatado y el león y el cordero podían retozar juntos —ilustrada a través de la secuencia más enigmática de la película, en la que un dinosaurio que suponemos depredador «perdona» la vida a un dinosaurio que suponemos su víctima—, tampoco con anticipar el advenimiento de un nuevo amanecer en que esa edad dorada nos sea finalmente restituida para siempre. Malick desea también adentrarse en los entresijos de la historia humana, en la mismidad de nuestra naturaleza caída, que sólo encuentra consuelo en sus padecimientos a la luz de la Redención. Y no lo hace mediante abstrusas lucubraciones teológicas, sino confrontándonos ante la más pavorosa expresión del dolor humano: una familia que pierde a su hijo, que vive esa amputación abrumada por la inmensidad de la pérdida, desangrándose por una herida que es cifra de la herida que le ha sido infligida al universo entero; y que implora como Job una respuesta, tropezándose con el silencio de Dios, cuyos planes tantas veces se escapan a la comprensión humana. La relación entre el padre de esa familia amputada (Brad Pitt) y el hijo que sobrevive tortuosamente a la pérdida de su hermano (Sean Penn) se erige en alegoría de la relación que el hombre entabla con ese Dios que a veces nos parece cruel; y en el que, sin embargo, acertamos a vislumbrar un fondo amoroso —redentor— contra el que nos rebelamos.
A la postre, ese hijo torturado contempla —¡mientras suenan los acordes del «Agnus Dei»!— a la humanidad resucitada, lavada en la sangre del Cordero, que respira un cielo nuevo y pisa una tierra nueva. Sin fe en la resurrección de la carne no hay comprensión cabal del dolor humano; porque sólo la fe en una restauración plena en Dios que recompense al ciento por uno —con el revestimiento de un cuerpo glorioso— las heridas que nos han sido infligidas hace soportable nuestro paso por este valle de lágrimas. Esto es lo que Malick proclama sin rebozo en esta película inmensa: hemos salido del Padre y volveremos al Padre. Y no seremos almas pululando en la inmensidad del cosmos, sino cuerpos renacidos para la gloria eterna. Gracias, Malick, por proclamar con un par de cojones lo que hace mucho se dejó de proclamar en los púlpitos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario