Demos una mirada a los escritos paulinos. Pablo, observando la alegría casi infantil que la comunidad de Corinto experimenta por los dones del Espíritu, advierte los peligros que ya se presentan en un grupo donde cada uno trata de abrumar al otro y la atención siempre se dirige más a los elementos exteriores. Pablo, en cambio, afirma que solo un don es importante: aquel del amor. Sin esto todo el resto es nada. Pero el amor se demuestra en la unidad y es el exacto contrario del ánimo sectario. Se manifiesta en el construir y soportar juntos. Quien edifica es el Espíritu Santo. Donde ocurren las laceraciones, se alimenta la hostilidad y la envidia, no está el Espíritu Santo. Un conocimiento sin amor, no viene de Él. Aquí el pensamiento de Pablo se encuentra con el de Juan, para quien el amor se manifiesta en la permanencia. En definitiva la doctrina paolina del Cuerpo de Cristo dice lo mismo.
Pero también en otro punto Pablo y Juan convergen sustancialmente. Juan califica al Espíritu como el "Paráclito" que significa abogado, salvador, defensor, consolador. El se pone contra el diablo, que es el "acusador", el calumniador: "el acusador de nuestros hermanos, aquel que los acusaba delante a nuestro Dios día y noche" (Ap 12,10). El Espíritu es el "si" como lo es Cristo. Se entiende ahora el fuerte acento que pone Pablo sobre la alegría. El Espíritu, podemos decir, es el Espíritu de la alegría del Evangelio. Una de las reglas fundamentales para el discernimiento de los espíritus podría ser la siguiente: donde falta la alegría, donde no hay más humor, no esta tampoco el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo. Y viceversa: la alegría es un signo de la gracia. Quien tiene profunda serenidad, ha sufrido pero no por esto ha perdido la alegría. Ese no está lejos del Dios del Evangelio, del Espíritu de Dios que es el Espíritu de la alegría eterna.
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