sábado, 22 de diciembre de 2012

La Paradoja de la Navidad

Un año más ha brillado para nosotros el nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; en él la verdad ha brotado de la tierra; el Día del día ha venido a nuestro día: alegrémonos y regocijémonos en él. La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado la humildad de tan gran excelsitud; de ello se mantiene alejado el corazón de los impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las reveló a los pequeños. Posean, por tanto, los humildes la humildad de Dios para llegar a la altura también de Dios con tan grande ayuda, cual jumento que soporta su debilidad. Aquellos sabios y prudentes, en cambio, buscan lo excelso de Dios y no creen lo humilde, al pasar por alto esto y en consecuencia, no alcanzas aquello debido a su vaciedad y ligereza, a su hinchazón y orgullo, quedaron como colgados entre el cielo y la tierra en el espacio propio del viento. Son ciertamente sabios y prudentes, pero según este mundo, no según el que hizo el mundo. En efecto, si habitase en ellos la verdadera sabiduría, la que es de Dios y es Dios mismo, comprenderían que Dios pudo asumir la carne sin que él pudiese transformarse en carne; comprenderían que él asumió lo que no era permaneciendo en lo que era; que vino a nosotros como hombre sin separarse del Padre; que perseveró  junto al Padre en su ser y se presentó ante nosotros en el nuestro y que su potencia reposó en un cuerpo infantil y no se sustrajo al esfuerzo humano. Quien hizo el mundo entero cuando permanecia junto al Padre, él mismo es el autor del parto de una virgen cuando vino a nosotros. La Virgen Madre nos dejó una prueba de la majestad del hijo, tan virgen fue después de parirlo  como antes de concebirlio; su esposo la encontró embarazada, no la dejó embarazada él; embarazada de varón pero no por obra de varón; tanto más feliz y digna de admiración cuanto que, sin perder la integridad, se le añadio la fecundidad. Tan gran milagro prefieren aquéllos declararlo ficción y no realidad. Así, por lo que se refiere a Cristo, hombre y Dios, como no pueden creer lo humano, lo desprecian y como no pueden despreciar lo divino, no lo creen. Para nosotros en cambio, el cuerpo humano que tomó la humildad de Dios ha de sernos cosa tan grata como para ellos es abyecta, y el parto virginal en el nacimiento humano, cosa tanto más divina cuanto más imposible es para ellos. 
Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y aire de fiesta que merece. Exulten de gozo los varones, exulten las mujeres. Cristo nació varón, pero nació de mujer; ambos sexos quedan honrados. Pase, pues, ya al segundo hombre quien había sido condenado con anterioridad en el primero. Una mujer non indujo a la muerte; una mujer nos alumbró a la vida. Nació la semejanza de carne de pecado con la que se purificaría la carne de pecado. Así, pues, no se culpe a la carne, mas para que viva la naturaleza muera la culpa, pues nació sin culpa para que renaciera en él quien se hallaba en la culpa. (...)

El que, nacido del Padre, creó todos los siglos, consagró este día naciendo aquí de una madre. Ni en aquel nacimiento pudo tener madre ni en éste buscó padre humano. En pocas palabras; nació Cristo de padre y de madre y, al mismo tiemop, sin padre y sin madre. En cuanto Dios, sin madre, y en cuanto hombre sin padre. Pues ¿quien narrará su generación? Tanto aquélla, fuera del tiempo, como ésta, sin semen; aquella sin comienzo; ésta sin otra igual; aquélla que existió siempre; ésta, que no tuvo repetición ni antes ni después; aquella, que no tiene fin, ésta que tiene el comienzo donde el fin. Con razón, pues los profetas anunciaron que había de nacer y los cielos y los ángeles, en cambio, que había nacido. El que contiene el mundo yacía en el pesebre; no hablaba y era la Palabra. Al que no contienen los cielos, lo llevaba el seno de una sola mujer; ella gobernaba a nuestro Rey; ella llevaba a aquel en quien existimos; ella amamantaba nuestro pan. ¡Oh debilidad manifiesta y humildad maravillosa en la que de tal modo se ocultó la divinidad! Gobernaba con el poder a la madre, a la que estaba sometida su infancia, y alimentaba con la verdad a aquella cuyos pechos lo amamantaban. Complete en nosotros sus dones el que no desdeñó asumir también nuestros comienzos; háganos también hijos de Dios el que por nosotros quiso ser hijo del hombre. (San Agustín, Sermón 184).

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