Cuando la mentalidad apologética tiene la primacía sobre la tensión contemplativa, termina por sufrir la misma apologética. Otra fuente de la crisis del pensamiento es, sin duda, la inflación de la obediencia. También aquí no se trata de redimensionar la excelencia de esta virtud, sino de respetar el puesto en el organismo de las virtudes cristianas. Y este no es el primero. De primera importancia son las virtudes teologales, en particular la caridad, que nos hace participar del conocimiento y el amor de Dios mismo. Mediante la fe teologal nos adherimos a la Verdad primera, la cual da fe de la veracidad del contenido divino que nos es propuesto de creer. Porque Dios es la Verdad misma y la fuente de toda verdad, y la luz de la inteligencia es una participación creada de la luz increada, nuestra inteligencia realiza aquello que constituye su primera operación cuando se somete a Dios. La inteligencia que se pone dócilmente a la escucha del magisterio, asistido del Espíritu Santo para transmitirnos la verdad revelada y ayudarnos a vivirla, permanece en la prolongación de esta radical sumisión a la fuente de aquello que constituye su vida.
La verdad que viene de lo alto nos es trasmitida autoritativamente, a través de la cual la Verdad primera se impone a la inteligencia creada que, acogiéndola se realiza según su natural deseo. Los guardianes de la autoridad magisterial participan de la autoridad de la Verdad primera: la Verdad primera se comunica a nosotros, y en cuanto Verdad primera lo hace autoritativamente. El primer aspecto explica el segundo, y es dañoso invertir el orden de las cosas.
Esto ocurre, lamentablemente, cuando se confunde la sumisión de la inteligencia a la Verdad primera, y la docilidad que ella exige, con la virtud de la obediencia. Objeto de la obediencia es el precepto del superior legítimo, que el súbdito sigue para orientar la propia acción: con la obediencia si es en el orden de la verdad práctica y de la acción. Tratar la doctrina como materia de obediencia significa desconocer la naturaleza, esto es vaciarla de su esencia que es solicitud de la inteligencia para que se nutra. La ortodoxia - o sea la recta orientación de la inteligencia hacia su objeto, que es la verdad de acoger en la fe - se volvería una imposición disciplinaria desde lo externo, sentida como un atentado a la libertad de pensamiento, a su espontaneidad. La noción de "fe estatutaria", imaginada por Kant, no se concibe sino en una desastrosa prospectiva.
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