martes, 15 de mayo de 2012

La conferencia del Cardenal Ratzinger en Palermo (III)

(Final de la primera parte)

Pero nos preguntamos: ¿como se muestra el Dios bíblico? ¿Quién es propiamente este Dios? En la historia bíblica de la revelación, sea tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento de fundamental importancia se ha presentado la autorrevelación de Dios a Moisés así como viene descripta en el capítulo 3 del éxodo. Aquí debemos tener bien presente el contexto histórico y el lugar en el que este Dios se manifiesta. El contexto histórico nos lo presenta la misma Palabra de Dios: "He observado la miseria de mi pueblo en Egipto y he oído su grito a causa de sus explotadores; conozco sus sufrimientos" (v.7). Dios se hace garante del derecho. Él defiende a los débiles de los potentes. Es este su verdadero rostro. Es este el núcleo de la legislación veterotestamentaria que pone sobre la protección personal de Dios a la viuda, el huérfano y al extranjero. Y lo encontramos también  al centro de la predicación de Jesús que se pone de parte de aquellos que vienen acusados, de los condenados, de los moribundos y que en esta condición hace experiencia de la ayuda de Dios. En este contexto entra también su lucha por la revaluación del sábado (es solo un ejemplo!). En el Antiguo Testamento, el sábado es el día de la libertad de las creaturas, el día en el que los hombres y los animales, el esclavo y el patrón reposan. Y el día en el que se recupera la comunión fraterna de todas las creaturas en medio de un mundo donde reinan la desigualdad y la esclavitud. Por un día la creación vuelve al punto de partida: todos son libres en virtud de la libertad de Dios. La actitud que Jesús asume ante el sábado se traduce en una lucha para que este día asuma su significado originario: para que sea el día de la libertad de Dios y no se transforme, por la influencia de los leguleyos, en un día atormentado de las prescripciones minuciosas. El lugar en el cual se cumple los sucesos descriptos desde Éxodo 3 hasta el desierto. Para Moisés, Elías y Jesús, ese es el lugar de la vocación y de la preparación. Si no se sale del engranaje de la vida cotidiana, si no se confronta con la potencia de la soledad, no se podrá tampoco hacer una experiencia de Dios. En cuanto concierne al contexto histórico diremos que un corazón codicioso y egoísta no puede conocer a Dios, teniendo en cuenta este segundo aspecto tendremos que admitir que Dios no puede ser encontrado por un corazón confuso y distraído. 
Pero vayamos al nudo del problema. Dios se presenta a Moisés con un nombre que se traduce en una fórmula: "Yo soy el que soy". Toda la historia de la fe que sigue  (hasta la confesión de Jesús tiende a Dios) es una interpretación continua y renovada de estas palabras. Desde el inicio es claro que el nombre de Yahvé se diferencia netamente de todos los otros nombres que se utilizan para calificar un dios. Este no es un nombre entre tantos, porque aquel que lo lleva no es uno que se pueda confundir con otros. Su nombre es misterio, y lo pone en una condición que no puede ser equiparada a aquella de cualquier otro. "Yo soy el que soy": esto quiere decir cercanía, poder que se ejercita en el presente y sobre el futuro. Dios no es prisionero de aquel que viene "antes de la eternidad"; Él es presencia: "Yo soy", presente en todo tiempo y anterior a todo tiempo. Puedo llamar a este Dios aquí y ahora: Él esta aquí. Me responde en este momento. Algunos siglos más tardes, al final del gran exilio, se reveló decisivo en otro aspecto. La potencia de este mundo, que han hecho grandes maravillas y declararon muerto a Yahvé, vienen destronados en el curso de una noche. Son potencias del pasado. Él, en cambio, permanece. Él es. "Yo soy" no significa solo presencia de Dios, sino también su estabilidad. Mientras todo pasa, Él es hoy, ayer y mañana. Eternidad no significa pasado, sino fidelidad incondicionada, continuidad absoluta. Dios es: esto también en un tiempo en el que se confunde lo actual con el bien, lo moderno con lo verdadero. Pero el tiempo no es Dios. Dios es eterno, mientras el tiempo es un ídolo. 
Se pone entonces otro interrogante, todavía más general, más fundamental: ¿Que significa propiamente un "nombre de Dios"? El hecho que el Antiguo Testamento Dios tenga nombres no es una reminiscencia del mundo politeístico, cuando la fe israelita progresivamente se debía imponer? A favor de esta interpretación están los diversos nombres de Dios que abundan en las más antiguas narraciones de la tradición, mientras progresivamente desaparecen en el desarrollo sucesivo de la fe veterotestamentaria; se mantiene el nombre de "Yahvé", pero no se lo pronuncia más desde hace mucho tiempo porque el segundo mandamiento lo prohibe. El Nuevo Testamento no conoce precisos nombres de Dios y en el Antiguo Testamento griego el nombre de Yahvé es continuamente substituido por el de Señor. Pero esto es sólo un aspecto. Y verdadero. Los simples nombres desaparecen en la medida en la que se aleja de las posiciones politeísticas; por el otro lado la idea de que Dios tiene un nombre juega un rol decisivo en el Nuevo Testamento. En el capítulo 17 del Evangelio de Juan (que por diversos aspectos puede ser considerado el vértice de la evolución de la fe neotestamentaria) aparece cuatro veces la voz "nombre de Dios". El párrafo principal está en los versículos 6 y 26, la confesión de Jesús, el cual da testimonio de haber sido enviado a manifestar el "nombre de Dio", Lo comprenderemos a la luz de la contraposición que subyace. El Apocalipsis habla del antagonista de Dios, de la bestia. Este animal, que ejercita un poder contrario a aquel de Dios, no tiene un nombre, pero si un número. Para Juan, este número es 666 (13,18). Es un número y transforma en números. Que cosa significa lo hemos vivido en los campos de concentración, horrendos sobre todo porque borran el rostro, la historia, transforman al hombre en un número, lo reducen a un engranaje de una enorme máquina. El hombre aquí no es otro que una función. En nuestros días no tenemos que olvidar que estos campos de concentración prefiguraban la suerte de un mundo que arriesga de asumir, si acepta la ley universal de la máquina, la misma estructura de un campo de concentración. De hecho, si no se dan otra cosa que funciones, también el hombre se reduce a  una función. La máquina que él ha construido le impone su ley. El hombre debe poder ser leído por el ordenador, y esto solo es posible si es traducido en números. Todo el resto no cuenta. Aquello que no es una función, no tiene ningún valor. La bestia es el número y transforma en números. Dios en cambio es un nombre y llama por el nombre. Él es persona y busca la persona. Tiene un rostro y busca nuestro rostro. Tiene un corazón y busca nuestro corazón. Para él nosotros no somos solo una función al interno de la gran máquina mundial. Son justamente los individuos que no asumen esas ficciones aquellos que el prefiere. Nombre significa posibilidad de ser interpelados. Significa comunión. Por este motivo Cristo es el verdadero Moisés, la plenitud última de la revelación del nombre. Su revelación definitiva del "nombre" de Dios no consiste en una nueva palabra - el mismo es el rostro de Dios, es el nombre de Dios, la posibilidad de invocar a Dios como un Tu, como persona, como corazón. El nombre propio de Jesús revela el misterio del nombre pronunciado en la zarza ardiente. Ahora aparece claro que Dios no había pronunciado en modo definitivo su nombre y que su discurso era temporalmente interrumpido. El Nombre de Jesús, de hecho, contiene la voz Yahvé en su forma hebraica y agrega otro concepto: "Dios redime". "Yo soy aquel que soy" significa: Yo soy aquel que los redime. Su ser es redención. 


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