Obviamente en estas reflexiones críticas no podemos prescindir de la situación eclesial. Por una parte no tenemos que olvidar que también en nuestros días nos ofrecen óptimos ejemplos de paternidad y de maternidad, de grandes figuras como aquella de Maximiliano Kolbe o la Madre Teresa, las cuales nos muestran que aun prescindiendo del aspecto biológico es posible realizar el sentido más verdadero y profundo de la paternidad y maternidad. Por otra parte tenemos que tener en cuenta el hecho de que una realización así presenta siempre los trazos de la excepcionalidad y que en el curso de la historia la imagen de Dios y del hombre conoció contaminaciones y deformaciones. Sería romanticismo decir: ahórrense los dogmas, la cristología, el Espíritu Santo, la Trinidad, porque nos basta con anunciar un Dios Padre y la fraternidad entre los hombres, sin ninguna teoría mística. Esta exigencia podría parecer legítima. Pero todavía nos tenemos que preguntar si esta vía alcanza un conocimiento tan complejo del ser humano: ¿Sobre que cosa fundamentamos nuestra comprensión sobre lo que significa ser padre, ser hermanos y sobre que motivos tenemos que fundar esta confianza? Es verdad, también en las más antiguas culturas encontramos pruebas estimulantes de la confianza en el "Padre" que esta en los cielos. Pero es también verdad que en la evolución sucesiva, la atención religiosa se revelo más que en este "Padre celeste", en otras potencias mundanas; en el curso de la evolución histórica también la imagen del hombre y la misma figura divina asumió trazos de ambigüedad. Es claro que los griegos llamaban Zeus con un apelativo de "Padre". Tal calificación no quería decir ninguna confianza sino solo la profunda ambigüedad de Dios, la trágica ambigüedad de un mundo que produce miedo. Llamándolo "Padre", ellos entendían decir que Dios es como los padre humanos, a veces buenos cuando están de buen humor, pero al mismo tiempo egoístas, tiranos, imprevisibles y peligrosos. De la misma manera ellos hacían experiencia de un poder misterioso que domina el mundo: algunos individuos son respetados y estimados, a otros se los deja morir de hambre o se los hace esclavos. El "Padre del mundo", como lo experimentamos en nuestra vida, refleja la imagen de nuestros padres humanos: facciosos y siempre peligrosos. ¿Pero la misma fraternidad, hoy tanto exaltada, se presenta tan clara a la experiencia? ¿Es verdaderamente un motivo que justifica nuestras esperanzas? La primera pareja de hermanos de la historia humana según la Biblia es la de Caín y Abel, en el mito de Roma, Rómulo y Remo: motivo recurrente, parodia cruel que nos describe la misma realidad en neto contraste con el himno que hoy se eleva a la "fraternidad". ¿Y la experiencia que hemos vivido desde 1789 en adelante no agrega nuevos trazos, todavía más terribles a esta parodia, y no agrega colores más terribles de los que nos habíamos habituado en la visión de Caín y Abel? ¿De donde sabemos que la paternidad es un bien del cual nos podemos fiar y Dios, no obstante toda apariencia, no juega con el mundo sino que lo ama y lo amará siempre? En efecto, Dios mismo se mostró y atravesando diversas imágenes puso una nueva medida. Esto adviene en el Hijo, el Cristo. Toda su existencia se desarrolla proyectada en el abismo de la verdad y el bien, que es Dios. Solo desde este Hijo nosotros experimentamos realmente quien es el Padre. La crítica de la religión del ochocientos sostenía que las religiones existen desde el momento en que los hombres comenzaron a proyectar en el cielo aquello que consideraban óptimo y bello, y que hacía más soportable el mundo. Cuando comenzaron a proyectar en el cielo la propia realidad, a esta le dieron el nombre de Zeus, un dios inquietante y peligroso. Pero el Padre de la Biblia no es una reduplicación celeste de la paternidad humana, porque pone algo absolutamente nuevo y ejercita su crítica al ser confrontado con toda otra paternidad. Es Dios mismo quien establece e impone la medida.
Prescindiendo de Jesús nosotros no sabríamos quien es realmente el "Padre". Esto nos viene ilustrado en la oración, la cual acompaña siempre la vida de Cristo. Un Jesús que no fuese continuamente inmerso en el Padre, que no se comunicara continuamente y profundamente con él, sería un ser totalmente diverso del Jesús de la Biblia, del Jesús real de la historia. Jesús ha vivido de la oración y en la oración comprendió a Dios, al mundo y a los hombres. Mirar el mundo con los ojos de Dios y vivirlo en su prospectiva significa ponerse a la secuela de Cristo. Es él que nos manifiesta que cosa significa vivir totalmente de la certeza que Dios es. Es él que no hace entender el significado de una aceptación de la primera tabla de los mandamientos como verdaderamente "primera". Es él que nos ha dado el sentido de esta elección de fondo.
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