jueves, 3 de noviembre de 2011

Lecciones de la Historia Universal




Sería una extraña fatalidad si la gran revolución por la cual el hombre occidental ha sometido la naturaleza a sus designios, terminara con la pérdida de la propia libertad espiritual. Pero esto podría ocurrir si un creciente control técnico del Estado sobre la vida y el pensamiento de sus miembros coincidiera con una decadencia cualitativa en el nivel de nuestra cultura. Una ideología, en sentido moderno de la palabra, es muy diferente de una fe, aunque tiende a llenar las mismas funciones sociológicas. Es la obra del hombre, un instrumento por el cual la voluntad política consciente trata de amoldar la tradición social de sus designios. Pero la fe mira más allá del mundo del hombre y sus obras; lleva al hombre a un grado de realidad más alto y más universal que el mundo temporal y finito al que pertenecen el Estado y el orden económico. Por ende, introduce en la vida humana un elemento de libertad espiritual que puede tener influencia creadora y transformadora en la cultura social de los hombres y en su destino histórico, así como en su propia experiencia interior. Si, por tanto, estudiamos una cultura como un todo, encontraremos que hay una relación íntima entre su fe religiosa y su desenvolvimiento social.
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Nuestra generación ha sido constreñida a comprender cuán frágiles e insustanciales son las barreras que separan a la civilización de las fuerzas destructoras. Sabemos ahora que la barbarie no es un mito pintoresco o el recuerdo semiolvidado de una etapa primitiva de la historia, sino una realidad siniestra y subyacente que puede interrumpir con fuerza devastadora tan pronto como la autoridad moral de la civilización haya perdido su dominio.
Luego para nosotros, la historia de la “Edad Oscura” y los primeros comienzos de una nueva cultura, hace catorce siglos, ha adquirido -o debería adquirir- un nuevo significado. Podermos comprender mejor que Gibbon lo lucha desesperada del Bajo Imperio para mantener su alto nivel de cultura y de orden civilizado bajo el peso de una burocacia aplastante, contra la presión constante de la guerra y la invasión; podemos comprender, de un modo mas íntimo que los historiadores del siglo XIX, cuáles fueron los sentimientos de las provincias romanas cuando finalmente los diques se rompieron y la marea de la barbarie se extendió cada vez más sobre el país.
Ante todo, estamos en una posición mejor para apreciar la función vital de la religión, tanto como principio de continuidad y conservación que como fuente de nueva vida espiritual. La religión fue entonces el único poder que permaneció intacto en el colapso de la civilización, pues se perdió la fe en las instituciones sociales y las tradiciones culturales, así como la esperanza en la vida. Toda auténtica religión debe poseer esta cualidad, pues la religión por su esencia tiene que relacionar al hombre con las realidades trascendentes y eternas. Luego es natural que la “Edad oscura” de la historia -el momento de la quiebra y de la impotencia humanas- fuera también el momento en que el poder de la eternidad se manifestara. (CHRISTOPHER DAWSON, Religion and the Rise of Western Culture, 1950)

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